"Es mejor callar si lo que se va decir no es más bello que el silencio", asi empieza esta novela de Hernán Rivera Letelier,
quién cuenta su propia historia, o la de su alter ego, Brando Taberna, o mejor dicho, de Hidelbrando del Carmen o Mario Madero como hace llamarse al final de la novela.
Un historia que ocurre en la pampa, en el Norte Grande, en la oficina salitrera Buenaventura, donde Rivera Letelier comienza a recordar su infancia, los primeros amores, la muerte de sus hermanos - que según las creencias antiguas se convertían en angelitos-, de los primeros poemas escritos, del traslado a la ciudad de Antofagasta debido al cierre de la oficina Salitrera.
Pero el recuerdo más importante es el de su amigo
Duende, a quién descubrió en la cocina cuando tenía 6 años, el mismo que sacaba sus bolitas de vidrio del tarro de cocoa Raff, a quien le regalo su bolita preferida, su
tincoyo, el que lo ayudaba en las noches con sus tareas. El duende que siempre lo aconsejo, el mismo que lo ayudó a escribir este poema, con el cual ganó su primer concurso literario.
Canción del Desierto
Yo no canto al desierto dubujado en los mapas,
coloreado en café y surcado de rayas
el que el dedo recorre sin bajar sus quebradas,
sin oír sus silencios, sin otear sus distancias.
Yo no canto al desierto dubujado en los mapas.
El desierto al que canto es el desierto del alma,
ese cartografiado en la piel de la cara,
el que habita conmigo, el que tengo por casa
- mi altar es una piedra y mi patio es la pampa-.
El desierto al que canto es el desierto del alma.
Yo no canto al desierto descubierto en postales,
ese coleccionado en recuerdos de viajes,
donde le sol es un globo y los cielos vitrales
y todo tiene un dejo de idílico paisaje.
Yo no canto al desierto descubierto en postales.
El desierto al que canto es el desierto de sangre,
el de gestas heroícas, el de atroces masacres,
el de días ardientes, el de noches glaciales,
el de vientos que hieren con esquirlas de sales.
El desierto al que canto es el desierto de sangre.
Yo no canto al desierto que cuentas los turistas
- entrevisto de lejos y bajo una sombrilla-,
el de piedras guardadas como cosas bonitas,
el de cerros en poses para fotografías.
Yo no canto al desierto que cuentas los turistas.
El desierto al que canto es el de toda una vida
en busca de una huella o una veta perdida,
el de piedras que estallan en su sed infinita,
el de espejismos azules y soledades sin orillas.
El desierto al que canto es el de toda una vida.
Yo no canto al desierto de los que un día de fueran
sin sentir que morían -como irse de una fiesta-,
y no dejaron nada, ni siquiera un huella;
su paso fue una nube que ninguno recuerda.
Yo no canto al desierto de los que un día de fueran.
El desierto al que canto es el de los que se quedan,
Y un día se van, su recuerdo es estrella,
pues al volver su cabeza su alma
se les queda como un cráneo de vaca condecorando la arena.
El desierto al que canto es el de los que se quedan.
Yo no canto al desierto con la voz del poeta;
cuando yo canto al desierto, las que cantan son las piedras.
Al final el niño se hace hombre, y deja de ver su duende, pero no deja de sentirlo y nunca se olvidan los consejos.
"Desde esa vez, y a lo largo de toda mi vida, he tratado de seguir el consejo de mi duende. No hablar más de lo necesario. Oír más que hablar.
Después me dediqué a la escritura, y bien se sabe que escribir es hablar en silencio (y el que habla en silencio, con Dios habla). Y si aquella fue una gran lección, la última no fue menos sabía. Sucedió después de haber publicado mi primer libro.
Apelando a la aparición de gracia uno pierde la facultad de ver a su duende al dejar de ser niño y sólo le es concedida una sola aparición más en la vida-, lo llamé para comunicarle mi intención de contar sobre su existencia."