
Hace una semana murió la mujer de mi vecino y recién
ahora me entero de ello. Tanto me abruma esa noticia
que no dispongo de la calma necesaria para continuar es-
cribiendo este proyecto de novela. Es lamentable. La-
mentable y a la vez asombroso, por cuanto a mí no suele
conmoverme la muerte de nadie; menos, la de descono-
cidos. Yo jamás tuve al oportunidad de ver a María Elias-
son. Hoy, sin embargom desde su ausencia implacable, se
me torna lacerante y enigmática.
Nunca la vi, ya lo dije, y a su esposo apenas lo divisé en
una sola ocasión. Fue hace días, cerca de las dos de la tar-
de, cuando tras almorzar y beber una taza de té de arroz,
me puse a corregir el texto - como es mi costumbre -
junto a la ventana del estudio de esta pequeña casa de ma-
dera que alquilo con mi mujer frente al Báltico ahora con-
gelado. Mientras desde el primer piso llegaba tenue el Vals
triste, de Jan Sibelius, y afuera el sol resbalaba por entre
los abedules, Markus Eliasson y sus pequeños daban en su
jardín los toques finales a un hombre de nieve: dos gran-
des botones por ojos, una zanahoria gruesa y algo curva
por nariz, una larga bufanda negra atada al cuello. Más
tarde, cuando Markus y los niños ingresaron a su casa, el
monigote contemplaba ensimismado la estatua de Palas
Atenea que observa a su vez el frontis de la casa como a la
espera de algo.
Los amantes de Estocolmo
Roberto Ampuero
304 Páginas
1era Edición, Septiembre 2003
Planeta
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