Edición abril de 2002
108 Páginas
Tusquets Editores
Hice los exámenes prácticos de aptitud pedagó-
gica en un instituto de Lyon, por la zona de la
Croix-Rousse. Un instituto nuevo, con plantas en
la parte reservada a la administración y el cuerpo
docente, y una biblioteca con el suelo enmoque-
tado de color arena. Allí esperé a que vinieran a
buscarme para dar mi clase, objeto de examen,
ante el inspector y dos asesores, profesores de letras
muy reputados. Una mujer corregía exámenes re-
sueltamente, sin dudar. Me bastaba con salir airo-
sa la siguiente hora para poder hacer lo mismo que
ella durante toda mi vida. Ante una clase de ba-
chillerato de ciencias expliqué veinticinco líneas
-había que numerarlas- de Papá Goriot, de Bal-
zac. "Me temo que no había sabido despertar el inte-
rés de sus alumnos", me reprochó el inspector más
tarde, en el despacho del director. Estaba sentado
entre los dos asesores, y un hombre y una mujer
miope con zapatos de color rosa. Yo, enfrente.
Durante un cuarto de hora alternó críticas, elogios,
consejos y yo apenas escuchaba, preguntándome
si todo eso significaba que estaba aprobada. De
pronto, los tres se pusieron de pie a la vez, como
en un mismo impulso, con el semblante grave. Yo
me levanté también, de forma precipitada. El ins-
pector me tendió la mano. Después, mirándome
fijamente a la cara dijo: “Señora, la felicito”. Los
otros refirieron "la felicito" y me estrecharon la
mano, la mujer con una sonrisa.
No deje de pensar en aquella ceremonia hasta
la parada del autobús, con rabia y con una especie
de vergüenza. Esa misma noche escribí a mis pa-
dres que ya era profesora "titular". Mi madre me
respondió que se alegraban mucho por mí.