
DETRAS DE LA ESTACIÓN
Central de ferrocarriles, llamada Alameda, por estar a la entrada de
esa avenida espaciosa que es orgullo de los santiaguinos, ha
surgido un barrio sórdido, sin apoyo municipal.
Sus calles se ven polvorientas en verano, cenagosas en invierno,
cubiertas de harapos, desperdicios de comida, chancletas ratas
podridas. Mujeres de vida airada rondan por las esquinas al caer la
tarde; temerosas, embozadas en sus mantos de color indeciso,
evitando el encuentro con policías... Son miserables busconas,
desgraciadas del último grado, que se hacen acompañar por obreros
astrosos al burdel chino de la calle Maipú al otro lado de la
Alameda. La mole gris de la Estación Central, grande y férrea
estructura, es el astro alrededor del cual ha crecido y se desarrolla
esa rumorosa barriada.
Algún trabajo costó llevar el riel a la capital cerrada en sus
murallas de granito, enemiga del mar. La influencia anglosajona.
patente en la costa, no llega a Santiago, baluarte colonial, clerical
y reaccionario, donde se conserva vivo el espíritu vanidoso y
retrógrado de los mandarines que en 1810 hicieron acto de
sumisión a Dios y al rey contra el gran Rozas. Un político
santiaguino se opuso al ferrocarril: “Ese sistema de locomoción
traerá la ruina de los propietarios de carretas”, deda en
memorables sesiones: al sapiente Bello llamó “miserable
aventurero” porque defendí a el riel. A pesar de la oposición
parlamentaria y los inconvenientes materiales, llegó la
locomotora a despertar la Alameda apacible y franciscana, con
sus acequias de pueblo. Los santiaguinos empezaron a
transformarse; los primeros que fueron a ver el mar llevaron a la
fonda colchones, frazadas y comestibles; en el tren iban
comunicativos y desordenados como en los paseos en carreta.
El que fue extrarradio desierto, triste en el día y peligroso en la
noche, con cruces y velas al borde de los caminos marcando el
sitio donde cayeron los asesinados, ha llegado a ser un barrio
hirviente, lleno del ruido de las máquinas, los motores, la gritería
de los pilluelos y vendedores ambulantes.
El roto
Joaquín Edwards Bello
174 Páginas
1era Edición, 1920
Editorial Universitaria
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