miércoles, 30 de marzo de 2011

Estrellas muertas


Estábamos en el café Hesperia, a las ocho y media
de la mañana, en el puerto. Hablábamos de cualquier
cosa. Ella fumaba compulsivamente y yo me arrancaba
con los dientes la piel de mis propios labios. Esas manías
eran lo único que nos quedaba en esos días en que los
bosques de Laguna Verde se estaban quemando y el vien-
to que venía del sur lanzaba el humo negro sobre el hori-
zonte de los cerros. Con ese cielo oscuro sobre el puerto,
yo no dejaba de pensar en que esas cenizas que flotaban
en el aire podían ser parecidas a las de los hornos de un
campo de concentración, a la borra de piel humana que
deja una bomba atómica. Nosotros estábamos devasta-
dos. Incluso antes de que ella abriera el diario, estábamos
en las últimas. Nuestro asunto, nuestra vida en común,
llegaba a su fin. Nos metíamos en el Hesperia para hacer
hora y esperar que abrieran las oficinas para realizar los
trámites de la separación que nos correspondieran ese
día. Nada que decir, nada que decirnos: pedíamos jugo
de durazno, capuchinos o simplemente agua y nos
quedábamos en silencio por horas o minuos, mirando
las fotos pegadas en la muralla que capturaban la secuen-
cia de un naufragio mar adentro. A veces, comprábamos
los periódicos y nos repartíamos las páginas mientras
hablábamos nimiedades, esperando matar el tiempo, in-
tentando no vernos reflejados en los espejos gigantes de
la barra del local, que nos devolvían a una versión oscura y
encorvada de nosotros mismos, una versión que quizás
remedaba un mundo inverso donde nosotros, esa pareja,
sumida en monosílabos que apenas cercaban el silencio,
salía luego del local y se metía desesperada a tener sexo
en algún hotel pulgoso de calle Chacabuco...

Estrellas muertas
Álvaro Bisama
192 Páginas
Primera Edición, Junio 2010
Alfaguara

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