viernes, 23 de septiembre de 2011

La amigdalitis de Tarzan


Prehistoria de amor

Diablos... Tener que pensar, ahora, al cabo
de tantos, tantísimos años, que en el fondo fui-
mos mejores por carta. Y que la vida le metió a
nuestra relación más palo que a reo amotinado,
también, claro. Pero algo sumamente valioso y
hermoso sucedió siempre entre nosotros, eso sí.
Y es que si a la realidad se la puede comparar
con un puerto en el que hacen escala paquebotes
de antaño y relucientes cruceros de etiqueta y
traje largo, Fernando María y yo fuimos siempre
pasajeros de primera clase, en cada una de nues-
tras escalas en la realidad del otro. Esto nos unió
desde el primer momento, creo yo. Y también
aquello de no haberle podido hacer daño nunca
a nadie, me imagino.

Hermoso libro. Un historia hilarente y conmovedora.


La amigdalitis de Tarzan
Alfredo Bryce Echenique
332 Páginas
Primera Edición, Junio 2000.
Punto de Lectura

El fabricante de ausencias


UNO
Cita en Púrpura

-¡Señor Igual! - escuchó el hombre desde su dormitorio.
Era pasado el mediodía.
Juan Igual era un individuo cargado de años, pero lejos
de la ancianidad. Su pelo crespo era más incoloro que cano
y la sombra de su nariz larga y delgada alcanzaba su mandí
bula prominente. Sus patillas cubrían el lóbulo de la oreja y
tenía los ojos rasgados y pequeños. Su altura no llamaba la
atención, pero sí sus manos, de dedos cortos y articulaciones
gruesas. Se incorporó con dificultad, doblando el torso sobre
su abdomen y estirando la pierna izquierda. Luego, con sus
manos, colocó el muñón de la derecha en el borde de la
cama, y tomó las muletas y se puso de pie. La bata se desplegó,
ocultando la ausencia de la extremidad. Se dirigió a la puerta
y la abrió. Dos hombres esperaban bajo la llovizna de otoño:
el mensajero de la comunidad y otro, con galones y alamares
en uniforme amarillo y rojo, embarrado hasta las rodillas, cho-
rreando humedad desde su sombrero alón. Lo aguardaba un
percherón ensillado y con sus riendas libres. El mensajero
dio vuelta las manos mostrando sus palmas. Se gesto había
implicado que él no llevaba nada y que ninguna responsabili-
dad le cabía en lo que traía el segundo hombre, que no fuera
el haberlo guiado hasta allí. Y sin más se retiró. Juan invitó a
pasar al recién llegado, el que se despojó del sombrero y
agradeció con la cabeza. Ya dentro, abrió un morral de
cuero, sacó un sobre y se lo alcanzó a Igual.
- De parte de Su Santidad el Papa.

El fabricante de ausencias
Francisco Rivas
402 Páginas
Primera Edición, Septiembre 2009
Planeta