domingo, 29 de agosto de 2010

Rebelión en la granja

El señor Jones, propietario de la Granja Ma-
nor, cerró por la noche los gallineros, pero estaba
demasiado borracho para recordar que había de-
jado abiertas las ventanillas. Con la luz de la lin-
terna danzando de un lado a otro cruzó el patio,
se quitó las botas ante la puerta trasera, sirvióse
una última copa de cerveza del barril que estaba
en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya
roncaba la señora Jones.
Apenas de hubo apagado la luz en el dormi-
rorio, empezó el alboroto en toda la granja. Du-
rante el día se corrió la voz de que el el Viejo Mayor,
el verraco premiado, había tenido un sueño ex-
traño la noche anterior y deseaba comunicárselo
a los demás animales. Habían acordado reunirse
todos en el granero principal cuando el señor Jo-
nes se retirara. El Viejo Mayor (así le llamaban
siempre, aunque fue presentado en la exposición
bajo el nombre de Willingdon Beauty) era tan al-
tamente estimado en la granja, que todos estaban
dispuestos a perder una hora de sueño para oir lo
que él tuviera que decirles.
Rebelión en la granja
George Orwell
178 Páginas
Titulo original: Animal Farm
Secker and Warburg, Londres 1945
Destino

Violeta se fue a los cielos

Un emocionante libro sobre la vida de Violeta Parra. En la voz de su hijo, Ángel, nos adentramos en la vida de una de las mujeres más influyentes de Chile. Recolectora incansable de la música folklórica chilena.

Violeta se fue a los cielos
Ángel Parra
188 Páginas
1era Edición, 2006
Catalonia






Domingo cinco de febrero de mil novecientos sesenta y siete.

14 horas. La detonación debe haberse escuchado desde lejos. O
tal vez no. La pistola era de bajo calibre. Drástico fin de todos
sus tormentos. Drástico. Como le gustaban las cosas a ella.

A través de ese pequeño orificio se le fue la vida. Y con ella,

los pájaros azules y rojos, dijo Atahualpa, mi viejo maestro; ya
no le cabían en el alma. Por ese pequeño orificio entró a la his-
toria. Como siempre, en el consabido cuento de que los artistas
deben morir para ser plenamente reconocidos.

Los vecinos preparaban el asado del domingo y seguro te-

nían dos o tres aperitivos en el cuerpo.

Tal vez el estampido, o como decía su hermano mayor, el

pistoletazo, debe haber sonado como una puerta que se cierra
con violencia. Prefiero la palabra estampido. Aquel sonido que
concidió con el entrechocar de las copas, no se oyó, felizmen-
te para ellos; estaban de fiesta, un cumpleaños, la graduación
del hijo, el intercambio de anillos de la hija mayor.

No me gusta la palabra pistoletazo, la palabra estampido

me hace pensar en llanuras repletas de caballos desbocados.

Lbertad total en el espacio, sin restricciones. Así me ima-

gino el suicidio, el acto mismo. Echar a galopar todos los caba-
llos frenados, retenidos, maneados. Potreros plenos de alfalfa
verde, cascos enterrándose en el barro blando por la humedad
del rocío, en galope desenfrenado. Caballos alados que, aho-
ra, flotando se llevan la preciosa carga para perderse entre las
nubes. Mientras aquí, en la tierra y su vulgaridad, un hilo de
sangre corre desde la sien de mi madre hasta tocar el piso, el
piso de tierra. De esta tierra que tanto amó y defendió con su
canto y guitarra. Obstinada y resuelta, hoy fundiéndose en
ella, por los siglos de los siglos. Realizando el milagro tan es-
perado. Tierra y sangre. Madre. Tierra. Hermanas de sangre
juntas, por fin. Hágase su voluntad.

Así lo decidió mi madre.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Como gotas de agua

- ¡Eh, viejo amigo!
La estentórea voz se alza por encima de las conver-
saciones de los clientes y devuelve a Anderson al pre-
sente. Es un bar acogedor, con multitud de estudiantes
de la universidad, pero Anderson está sentado solo.
Frente a él hay un vaso medio vacío, a pocos centíme-
tros de una servilleta de papel. Varias manchas de hu-
medad decoran el techo del local. Anderson ha estado
tratando de recordar la forma de conocer a la gente en
los bares, cómo trabar conversación con los descono-
cidos. Se alguna vez lo supo, ya lo ha olvidado.

Como gotas de agua
Scott Borg
573 Páginas
1era Edición Noviembre 1998
Grupo Zeta Ediciones

domingo, 8 de agosto de 2010

El lugar sin límites

Un mundo que es el infierno, donde se ponen al descubierto las falsas apariencias, la sordidez, la violencia y la miseria que lo agobia. Todo sucede alrededor del burdel de la Japonesita. Y de la Manuela, ese ambiguo y genial personaje, crisol de las pasiones y revelador de una falsa moral; cuestionador de la masculinidad y sus valores.













"La Manuela despegó con dificultad sus ojos laga-
ñosos, se estiró apenas y volcándose hacia el lado
opuesto de donde dormía la Japonesita, alargó la ma-
no para tomar el reloj. Cinco para las diez. Misa de
once. Las lagañas latigudas volvieron a sellar sus pár-
pados en cuanto puso el reloj sobre el cajón junto a la
cama. Por lo menos media hora antes que su hija le pi-
diera el desayuno. Frotó la lengua contra su encía des-
poblada: como aserrín caliente y la respiración de hue-
vo podrido. Por tomar tanto chacolí para apuntar a los
hombres y cerrar temprano. Dio un respiro - ¡cla-
ro!-, abrió los ojos y se sentó en la cama: Pancho Ve-
ga andaba en el pueblo. Se cubrió los hombros con el
chal rosado revuelto a los pies del lado donde dormía
su hija. Sí. Anoche le vinieron con ese cuento. Que
tuviera cuidado porque su camión andaba por ahí, su
camión ñato, colorado, con doble llanta de las ruedas
traseras. Al principio la Manuela no creyó nada por-
que sabía que gracias a Dios Pancho Vega tenía otra
querencia ahora, por el rumbo de Pelarco, donde esta-
ba haciendo unos fletes de orujo muy buenos. Pero al
poco rato, cuando había casi olvidado lo que le dije-
ron del camión, oyó la bocina en la otra calle frente al
correo. Casi cinco minutos seguidos estaría tocando,
ronca e insistente, como para volver loca a cualquiera.
Así le dada por tocar cuando estaba borracho. El idio-
ta creía que era chistoso. Entonces la Manuela le fue a
decir a su hija que mejor cerraran temprano, para qué
exponerse, tenía miedo que pasara lo de la otra vez.La
Japonesita advirtió a las chiquillas que se arreglaran
pronto a los clientes o que los despacharan: que se
acordaran del año pasado, cuando Pancho Vega andu-
vo en el pueblo para la vendimia y se presentó en su
casa con una pandilla de amigotes prepotentes y llenos
de vino - capaz que hasta hubiera corrido sangre si en
eso no llega don Alejandro Cruz que los obligó a por-
tarse en forma comedida y como se aburrieron, se fue-
ron. Pero decían que después Pancho Vega andaba fu-
rioso por ahí jurando:
- A las dos me las voy a montar bien montadas, a
la Japonesita y al maricón del papá..."

El lugar sin límites
José Donoso
134 Páginas
Publicado por primera vez en 1966
1era Edición Noviembre 1995
Alfaguara

domingo, 1 de agosto de 2010

La Huachita

En el prólogo a los 13 cuentos que componen La Huachita, José Miguel Varas precisa que la costumbre de indicar la fecha de escritura al final de cada historia se debe a un consejo que le dio su padre literario. Acto seguido, el autor agrega que esto le ha significado sufrir las pullas de un antiguo condiscípulo, quien le enrostra, machaconamente, que tras la datación se esconde un acto de vanidad risible, pues presupone que en el futuro alguien clasificará con todo detalle la obra de Varas. "No había pensado en eso", concluye Varas con humor pétreo.

"Caminando un día, como todos los días, por estas calles
tierrosas de Calama, me topo con algo que parece un
animalito muerto. Es un sector apartado, una especie de
peladero adonde llegan los mineros a botar esos mansos autos
yanquis que los enloquecen cuando se echan a perder, cuando
pasan de moda o, a lo mejor, cuando se les acaba la bencina.
Entremedio de esos armatostes de lata tapizados de tierra veo
en el suelo, al lado de un cierre de concreto, un cuerpecito
oscuro, ¿un gato o un perrito muerto?, acurrucado en posición
fetal, con las patas encima de la cabeza, tapando los ojos y las
orejas, la postura del que no quiere saber, ver ni oír más de este
mundo. Me agacho, lo recojo y veo que es una perrita mora,
muy fina ella, con su cabecita triangular y a los dos lados unos
ojos enormes, cerrados. Vive, está tibia, el corazón le late, los
ojos le palpitan detrás de los párpados, como si quisiera abrirlos
y no se atreviera. La acurruco contra el pecho y deja escapar un
quejido muy débil. Me doy cuenta de que está maltratada, sangra
de un desgarrón de la oreja derecha. Levanto la vista y veo que
estoy a pocos pasos de la casa de la tía Aurelia. No podía tener
mejor destino. Es como para creer que alguién dirige las cosas
que deben pasar. A veces lo creo. Raras veces..."


La Huachita
José Miguel Varas
166 Páginas
1era Edición 2009
LOM Ediciones