lunes, 24 de enero de 2011

El arte de la resurrección


La pequeña plaza de piedra parecía flotar en la
reverberación del mediodía ardiente cuando el Cristo
de Elqui, de rodillas en el suelo, el rostro alzado hacia
lo alto- las crenchas de su pelo negreando bajo el sol
atacameño-, se sintió caer en un estado de éxtasis. No
era para menos: acababa de resucitar a un muerto.
De los años que llevaba predicando sus axiomas,
consejos y sanos pensamientos en bien de la Humani-
dad- y anunciando de pasadita que el día del Juicio
Final estaba a las puertas, arrepentíos, pecadores, antes
de que sea demasiado tarde-, era la primera vez que
vivía un suceso de magnitud tan sublime. Y había acon-
tecido en el clima árido del desierto de Atacama, más
exactamente en el erial de una plaza de oficina salitrera,
el lugar menos aparente para un milagro. Y, por si fue-
ra poco, el muerto se llamaba Lázaro...

En 1942, Domingo Zárate Vera, más conocido como el Cristo de Elqui, un vagabundo que se cree la reencarnación de Cristo y que desde los treinta y tres años lleva diez predicando por las tierras chilenas, se entera de que en una de las oficinas salitreras vive una prostituta que siente veneración por la Virgen del Carmen y a la que sus clientes consideran una verdadera creyente, Magalena Mercado.

El arte de la resurrección
Hernán Rivera Letelier
264 Páginas
Primera Edición, Mayo 2010
Alfaguara


sábado, 22 de enero de 2011

Todos los nombres


Encima del marco de la puerta hay una chapa metálica larga y estrecha
revestida de esmalte. Sobre un fondo blanco, las letras negras dicen
Conservaduría General del Registro Civil. El esmalte está agrietado y
desportillado en algunos puntos. La puerta es antigua, la última capa de
pintura marrón está descascarillada, las venas de la madera, a la vista,
recuerdan una piel estriada. Hay cinco ventanas en la fachada. Apenas se
cruza el umbral, se siente el olor del papel viejo. Es cierto que no pasa ni un
día sin que entren en la Conservaduría nuevos papeles, de individuos de sexo
masculino y de sexo femenino que van naciendo allá fuera, pero el olor nunca
llega a cambiar, en primer lugar porque el destino de todo papel nuevo, así que
sale de la fábrica, es comenzar a envejecer, en segundo lugar porque, más
habitualmente en el papel viejo, aunque muchas veces también en el papel
nuevo, no pasa un día sin que se escriban causas de fallecimientos y
respectivos lugares y fechas, cada uno contribuyendo con sus olores propios,
no siempre ofensivos para las mucosas olfativas, como lo demuestran ciertos
efluvios aromáticos que de vez en cuando, sutilmente, atraviesan la atmósfera
de la Conservaduría General y que las narices más finas identifican como un
perfume compuesto de mitad rosa y mitad crisantemo.

Todos los nombres
José Saramago
327 Páginas
Primera Edición, Octubre 1997
Alfaguara

lunes, 10 de enero de 2011

La soledad de los números primos


Alice della Rocca odiaba la escuela de esquí. Odiaba tener que
despertarse a las siete y media de la mañana incluso en Navi-
dad, y que mientras desayunaba su padre la mirase meciendo
nerviosamente la pierna por debajo de la mesa, como dicién-
dole que se diera prisa. Odiaba ponerse los leotardos de lana,
que le picaban en los muslos, y las manoplas, que le impedían
mover los dedos, y el casco, que le estrujaba la cara y tenía un
hierro que se le clavaba en la mandíbula, y aquellas botas, que
siempre le iban pequeñas y la hacían andar como un gorila.

Cuando los dos gemelos eran pequeños y Michela hacía al-
guna de las suyas, por ejemplo lanzarse por la escalera con el
tacatá o meterse un guisante en la nariz -que luego había
que sacarle en urgencias con unas pinzas especiales-, su pa-
dre siempre se dirigía a Mattia, el primero que nació, y le de-
cía:"Mamá tenía el útero demasiado estrecho para los dos",
o:"A saber la que armasteis ahí dentro. Seguro que de tanto
patear a tu hermana la desgraciaste." Y se echaba a reír, aun-
que la cosa no tenía ninguna gracia; y aupaba a Michela y le
restregaba la barba por la carita...

Existen entre los números primos algunos aún más especiales. Son aquellos que los matemáticos llaman primos gemelos, pues entre ellos se interpone siempre un número par. Así, números como el 11 y el 13, el 17 y el 19, o el 41 y el 43, permanecen próximos, pero sin llegar a tocarse nunca. Esta verdad matemática es la hermosa metáfora que el autor ha escogido para narrar la conmovedora historia de Alice y Mattia, dos seres cuyas vidas han quedado condicionadas por las consecuencias irreversibles de sendos episodios ocurridos en su niñez. Desde la adolescencia hasta bien entrada la edad adulta, y pese a la fuerte atracción que indudablemente los une, la vida erigirá entre ellos barreras invisibles que pondrán a prueba la solidez de su relación.
Es un libro magníficamente escrito, con un buen pulso narrativo y sobretodo con una capacidad de caracterizar personajes, sentimientos y situaciones espectacular. Cargado de una tristeza y un sentimiento que te llega desde el principio hasta el final. Además de la “especial” relación entre los protagonistas, pone énfasis sobre cómo los afectos paterno-filiales de la infancia se pueden convertir en tedio y desidia por culpa de la rutina, el desafecto y ciertos traumas sin solución.
Un libro distinto, que sorprenderá a lo largo de sus páginas.

La soledad de los números primos
Paolo Giordano
286 Páginas
Primera Edición, Febrero 2009
Salamandra

sábado, 1 de enero de 2011

Este domingo

Los domingos en la casa de mi abuela comenzaban,
en realidad, los sábados, cuando mi padre por fin
me hacía salir al auto:
- Listo...vamos...
Yo andaba rondándolo desde hacía rato. Es
decir, no rondándolo precisamante, porque la expe-
riencia me enseño que esto resultaba contraprodu-
cente, sino más bien poniéndome a su disposición en
silencio y sin parecer hacerlo: a lo sumo me atrevía
a toser junto a la puerta del dormitorio si su siesta
con mi madre de prolongaba, o jugaba cerca de ellos
en la sala, intentando atrapar la vista de mi padre y
mediante una sonrisa arrancarlo de su universo pa-
ra recordarle que yo existía, que eran las cuatro de
la tarde, las cuatro y media, las cinco, hora de llevar-
me a las casa de mi abuela.

Este Domingo
José Donoso
210 Páginas
Primera Edición, 1995.
Alfaguara