miércoles, 30 de marzo de 2011

Estrellas muertas


Estábamos en el café Hesperia, a las ocho y media
de la mañana, en el puerto. Hablábamos de cualquier
cosa. Ella fumaba compulsivamente y yo me arrancaba
con los dientes la piel de mis propios labios. Esas manías
eran lo único que nos quedaba en esos días en que los
bosques de Laguna Verde se estaban quemando y el vien-
to que venía del sur lanzaba el humo negro sobre el hori-
zonte de los cerros. Con ese cielo oscuro sobre el puerto,
yo no dejaba de pensar en que esas cenizas que flotaban
en el aire podían ser parecidas a las de los hornos de un
campo de concentración, a la borra de piel humana que
deja una bomba atómica. Nosotros estábamos devasta-
dos. Incluso antes de que ella abriera el diario, estábamos
en las últimas. Nuestro asunto, nuestra vida en común,
llegaba a su fin. Nos metíamos en el Hesperia para hacer
hora y esperar que abrieran las oficinas para realizar los
trámites de la separación que nos correspondieran ese
día. Nada que decir, nada que decirnos: pedíamos jugo
de durazno, capuchinos o simplemente agua y nos
quedábamos en silencio por horas o minuos, mirando
las fotos pegadas en la muralla que capturaban la secuen-
cia de un naufragio mar adentro. A veces, comprábamos
los periódicos y nos repartíamos las páginas mientras
hablábamos nimiedades, esperando matar el tiempo, in-
tentando no vernos reflejados en los espejos gigantes de
la barra del local, que nos devolvían a una versión oscura y
encorvada de nosotros mismos, una versión que quizás
remedaba un mundo inverso donde nosotros, esa pareja,
sumida en monosílabos que apenas cercaban el silencio,
salía luego del local y se metía desesperada a tener sexo
en algún hotel pulgoso de calle Chacabuco...

Estrellas muertas
Álvaro Bisama
192 Páginas
Primera Edición, Junio 2010
Alfaguara

viernes, 25 de marzo de 2011

¿Quién mató a Cristián Kustermann?



EL VISITANTE CERRÓ suavemente la puerta de la pequeña oficina
a sus espaldas.
- ¿Cayetano Brulé? - preguntó.
La pieza olía a café y a cigarro.
Cayetano giró en su asiento: ante él se erguía un hombre
enjuto de ojos celestes deslavados y canas. Vestía un traje de
lino oscuro cruzado y una corbata de seda roja, fijada con un
prendedor de oro.
-Soy yo- respondió el detective desde detrás del escrito-
rio, el paquete de café express aún en la mano, la cafeterita
italiana desarmada a sus espaldas.
La luz de la tarde entraba a través de la ventana y caía
ahora sobre la nuca y los homros de Brulé. Colocó el pa-
quete junto a la Olivetti, se puso de pie, intentó secarse las
manos con el paño húmedo de las tazas, y alargó el brazo
por sobre el escritorio.
-Mucho gusto. ¿Con quién tengo el placer?
-Kustermann, Carlos Kustermann- repuso el visitante
estrechando la mano del detective.


¿Quién mató a Cristián Kustermann?
Roberto Ampuero
238 Páginas
Primera Edición, Noviembre 1993
Planeta Biblioteca del Sur

El viaje del elefante


Por más incongruente que le pueda parecer a quien
no ande al tanto de la importancia de las alcobas,
seas éstas sacramentadas, laicas o irregulares, en el
buen funcionamiento de las administraciones públicas,
el primer paso del extraordinario viaje de un elefante
a austria que nos proponemos narrar fue dado en los
reales aposentos de la corte portuguesa, más o menos
a la hora de irse a la cama. Quede ya registrado que
no es obra de la simple casualidad que hayan sido
aquí utilizadas estas imprecisas palabras, más o menos.
De este modo, quedamos dispensados, con manifiesta
elegancia, de entrar en pormenores de orden físico y
fisiológio algo sórdidos, y casi siempre ridículos, que,
puestos tal que así sobre el papel, ofenderían el catoli-
cismo estricto de don juan, el tercero, rey de portugal
y de los algarbes, y de doña catalina de austria, su espo-
sa y futura abuela de aquel don sebastián que irá a
pelear a alcácer-quivir y allí morirá en el primer envi-
te, o en el segundo, aunque no falta quien afirme que
feneció por enfermedad en la víspera de la batalla.

El viaje del elefante
José Saramago
280 Páginas
Primera Edición, 2008
Alfaguara

Nombre de torero


1. Tierra del Fuego: chimangos en el cielo

Al conductor del Lucero de la Pampa se le ilu-
minaron los ojos al ver la silueta del jinete a la ori-
lla del camino. Llevaba cinco horas con las pupilas
clavadas en la recta carretera y sin recordar otra
distracción en el par de ñandúes que espantó con
el estridente claxon. Al frente tenía el cami-
no. A la izquierda, la pampa de coirones y calafates.
A la derecha, el mar, pasando con su incesante
murmullo de odio por el estrecho de Magallanes.
Nada más.

Nombre de torero
Luis Sepúlveda
232 Páginas
Primera Edición, Octubre 1994
Tusquets


jueves, 3 de marzo de 2011

Pasiones griegas


LA PRADERA

Bruno Garza se estremeció en medio de la noche del Mid-
west norteamericano. Tardó unos segundos en recordar
que estaba en su dormitorio y luego estiró su mano en la
oscuridad buscando el aparato. ¿Era ese el primer timbra-
zo o el teléfono sonaba ya desde hacía mucho? Sus dedos
tropezaron con la base de bronce de la lámpara, resbala-
ron sobre la superficie de mármol del velador y descolga-
ron el auricular. Lo sintió resbaladizo como una piedra
cubierta de líquenes, recién recogida de algún lago aus-
tral. Después escuchó su golpe sordo al estrellarse contra
la alfombra. Hurgó entre las pantuflas y una novela de
Paul Auster hasta recogerlo. Lo aproximó a su mejilla y
respondió en inglés con los ojos cerrados, la voz aguar-
dentosa, confundido:
- ¿Aló...? ¿Quién habla?
Del otro lado de la línea sólo llegaba el rumor incon-
fundible de una ducha derramándose sobre una tina vacía.
- ¿Sí? ¿Diga? Diga, por favor...

Pasiones griegas
Roberto Ampuero
260 Páginas
Primera Edición, Octubre 2006
Planeta